Muchas veces no distinguimos
entre la belleza interna de la externa, ni siquiera nos detenemos a ver las
flores del camino porque resulta que no tenemos tiempo y ¿para que oler las
flores? Si nos van a dar alergia.
Cuando acudía a mi
hemodiálisis en el seguro social, conocí a muchas personas, a cada una de ellas
la llevo en mi pensamiento y otras alojadas en el corazón, el turno de la noche
era para los que trabajábamos o eran las personas pensionadas mayores, siempre
escuche a las enfermeras decir que había un doctor entre nosotros, un abogado,
un doctor en derecho, a mí me pareció de lo más interesante porque soy fiel
creyente de que con los doctores en Derecho (los que se graduaron antes de que
la Universidad de El Salvador se limitara a extender licenciaturas) se extinguió la buena crianza de abogados y
hoy, sin desanimar ni ofender a nadie, somos solo sombras o sobras de lo que
alguna vez representó tal profesión.
Un señor de estatura media,
vestido de forma impecable, camisa manga corta, su pluma en la bolsa, pantalón
claro una sonrisa apagada con los años pero dejaba entrever que en su juventud
había sido un tunante (don juan tenorio, cazador) pero algo llamaba la atención
a parte de reloj, que era de esos grandes, de los viejos que hoy seria vintage,
un rosario que siempre andaba en la bolsa, el rezaba cuando se preocupaba en la
hemodiálisis y acepto que eso se lo copie a él, porque al tener un ataque de
angustia lo que hacía era rezar y rezar hasta quedarme dormida, porque no
quería estar yo más ahí.
Era un caballero, le decían
Don Cruzito, o le llamaban doctor, era muy apreciado entre las enfermeras y
sobre todo un hombre muy educado, siempre me decía: “que tal hijita” “sos una
niña”, “no puedo creer que ya seas abogada, tan chiquita” yo le preguntaba cómo
era cuando el ejercía, que porque no había continuado, siempre teníamos de que
hablar, no solo de Derecho sino de él, de lo que le gustaba, era un devoto del
divino niño de Jesús, estaba en una comunidad católica con su esposa, y me
decía que siempre lo iba a dejar y a traer, a él no le gustaba que lo quisieran
llevar en silla de ruedas hasta la unidad, a menos que se sintiera mal, y ahí
si todos cedemos, de lo contrario el aprovechaba que el motorista se bajaba a
pedir la silla de rueda con el Documento de Identidad, y el escapaba entre los
pasillos para llegar a la hemodiálisis con su chumpa en sus brazos y por
gracioso que suene el motorista siempre lo seguía con la silla de ruedas,
cuando salía, era la misma historia, si sentía mal no podía rehusarse.
Algunas veces vi a su esposa,
una señora un poco menor que él, pero muy arreglada y muy elegante, era de la
high class de la familia de la hemodiálisis, al igual que él era más sencilla
de lo que denotaba.
Una vez sufrió una crisis de hipotensión
y ocurrió un accidente fisiológico natural, que a todos nos puede pasar, y que
no era ocasión de chiste, el pasillo de la unidad fue cerrado para respetar su
privacidad pero a él lo invadía la vergüenza, no quería que llegara la próxima
hemodiálisis porque un hombre tan fuerte como un roble había sufrido tal caída.
Pasaron los años y fue este
sábado de enero que me contarón, como la puta depresión, se lo llevo…
El empezó a decaer, empezó a
sentir el peso de hemodiálisis y hemodiálisis, pincho tras pinchón, a perder la
poca visión que tenía que podía ser factura de los años, pudo haber sido
glaucoma ocasionado por la presión arterial alta en el tratamiento (lo aprendí
en la literatura - lea y prevenga) o vaya usted a saber que fue, dicen que ya
no llegaba solo, siempre lo acompañaba su esposa, ella lo anotaba para el
tratamiento, pero nunca llego desarreglado ni dejo sus lentes, como lo ayudaban
a sentarse a su máquina muchas enfermeras no se habían dado cuenta que él
estaba ciego, que su mirada no es que estuviera ida sino que los ojos azules
estaban perdidos, en el limbo y de ahí no había regreso.
Llego el día que decidió
pensar que ya no valía nada estar así, que lo mejor era una muerte rápida y
eficaz, quizás la misma abogacía apunto su frialdad en la depresión, se negaba
ir a su tratamiento y se escapaba del mismo cuándo no lo obligaban a ir, ya no
quería estar ahí, lo rezos habían cesado y ahora le pedía al Juez Supremo, rapidez
en el proceso y que diera su sentencia para acudir ante su Gloria.
La esposa fiel compañera de
calvario, sabia lo mal que estaba, pero él, que estaba chapado a la antigua, le
había dicho exactamente lo que sentía, que no quería comer y que ayudara a que poder
partir dignamente, ya no quería ni podía estar ahí, como una peste la depresión
le arranco las ganas de comer y de vivir sobre todo, se negó alimentarse por
sonda, llevaba días sin probar bocado, y es que cuando la peste depresiva se
ensaña uno puede pasar meses sin comer, si lo sabré yo que sobreviví a una.
Ya había hablado con su
esposa, la decisión era sencilla, imagino algo así como, si yo me hipotenso y
ves que ya este corazón dejo de latir, no permitas que lo presionen, déjalo
descansar es mi llamado a la audiencia final y no quiero código, es más si me
pongo mal, que te consulten porque no quiero el martirio de ser un despojo
humano.
Una noche común y corriente,
era el día de dicha audiencia, todo trascurría bien, de forma precipitada sale
un médico a informarle a la Señora que el doctor estaba a punto de presentar
código y que ellos querían actuar antes que pasara a más, ella lloro y solo
dijo que por favor no dieran código, que permitieran que él se fuera
lentamente, como quien arroja un cuerpo al fondo del mar y ves cómo va su
descenso, sin sufrir, solo cae, lentamente y nunca sabes cuando toco fondo.
No hubo código esa noche,
solo una desconexión sin un paciente, sin un corazón que latiera, solo un
cuerpo vacío, que la depresión arrebato porque se lo propuso.
Solo sé que él está mejor,
que la luz volvió al final, que encontró su visión, que sus ojos claros volvieron a iluminarse, que la audiencia final como el buen abogado que era la
gano y había permitido que ingresara su alma al cielo.
Descanse en paz mi querido
Doctor Crucito, ya el Divino Niño te tiene en su gloria y permitió gozar de su
bondad.